Impius/Apócrifo es una mirada desde el autor, sobre la serie que se presenta en esta exposición. El autor hace su selección, incluyendo imágenes que no son parte de versiones expositivas o editoriales anteriores, aludiendo a los textos sagrados que no son considerados por la iglesia (poder).
La obra del fotógrafo chileno Mauricio Toro–Goya (Vallenar, 1970) reclama a los imaginarios latinoamericanos su pertinencia y pertenencia en los conflictos contemporáneos. Desde territorios de montajes y desmontajes visuales, sus imágenes posibilitan la acción frente a la amenaza, la política punitiva del cuerpo, la economía del castigo, la exacerbación del control social y la incesante cadena de violencia que siempre tiene como víctimas a los cuerpos portadores de las diferencias: mujeres, lesbianas y trans, niños y niñas, homosexuales, líderes sociales, pobres y excluidos.
Toro-Goya acude a las teologías alternas, políticas y disidentes, para la configuración de sus narrativas. Teologías indecentes que se manifiestan vívidamente en las culturas populares de América Latina, en la cultura insurrecta del carnaval, en la subversión creativa de la “decencia”, al decir de Rosemary Radford Ruether (2010). A partir de la clasificación y normalización de la racialidad en la antigua pintura de castas virreinal, Toro-Goya propone deconstruir las nociones de modelos corporales, los mecanismos del mestizaje, el sistema de jerarquías y subordinaciones históricas e ideológicamente afectadas. Los siete pecados capitales y las postrimerías cristianas se mezclan para dar forma a nuevos relatos críticos e insubordinados sobre nuestra sociedad contemporánea. Salvador Allende aparece en forma de escapulario sostenido por la Virgen y el niño, la Libertad norteamericana es vestida de Guadalupe en el purgatorio, el infierno está plagado de cuerpos gozosos y el cielo es travestido y guiado por un Cristo bucólico que se balancea entre ramas y flores. La ironía siempre presente en la política del desacato aparece aquí como una dialéctica crítica que se manifiesta exclusivamente en los territorios hechos cuerpos en la cultura barroca. La nueva puesta en relieve de las concepciones biológicas del cuerpo, nuevas identidades y subjetividades, los nuevos imaginarios corporales cada vez más entendidos desde lo abyecto, ponen en evidencia la teología consciente de Althaus-Reid sobre los procesos colonizadores y al recato, como un sistema sexual, de clase y racial (Radford Ruether, 2010).
En la economía de la muerte, en las sociedades que criminalizan y victimizan al mismo tiempo, en la omisión y el silencio se ocultan, esconden y disfrazan aquellos huecos traumáticos vinculados a la violencia fratricida –como señala Olga González (2015)–, apoyada por un lazo social basado en la fuerza y la indiferencia. Al igual que en Gólgota, caravana de la muerte, serie realizada en 2013, Toro-Goya acude aquí a la memoria reciente de la dictadura y su extermino asesino. El objetivo etnocida de las dictaduras, que buscan borrar todo rastro de la cultura de un pueblo, toda forma de pensamiento y producción simbólico-cultural, es desbordada por la creación de nuevos imaginarios provenientes de las pautas solidarias comunes de una identidad colectiva subvertida. Allende, identificado como el justo, aparece incesantemente en las imágenes como un santo patrono que bendice la lucha y el reclamo del pueblo cansado, doliente, agobiado, maltratado, indignado. Con la teología del sufrimiento acudimos a la mixtura deliberada –como la define Gustavo Buntinx– sobre la construcción de imágenes votivas y milagrosas, catalizadoras de la memoria sobre una esperanza no solo espiritual, sino también social de toda una colectividad que busca en los evangelios de la justicia y la igualdad un camino a la sobrevivencia. Comunidades sometidas al prejuicio de la inferioridad, la ilegalidad moderna, la negación al mestizaje, que constituyen territorios y cuerpos supeditados al racismo estructural de la modernidad blanqueada, neoliberal y patriarcal. La deshumanización y la normalización de la violencia devienen en cuerpos desechables, desprovistos de historia y cultura a causa de “su origen, pobreza, nacionalidad, color, apariencia, habla y/o sentimiento”, como señala María Emilia Tijoux (2015). En el desecho y lo inmundo se sitúan las zonas de desgarro -Ayotzinapa, wallmapu, Amazonía- visibles únicamente en la masacre, el despojo, el desarraigo, la depredación. Esos “cuerpos afectados por la historia, por la política, por la pertenencia étnica”, cargan consigo la huella de origen, “una herida histórica indeleble” (Rosenberg, 2006), des territorializada y sometida al biopoder o al control sobre la vida.
En Impius, hombres y mujeres hablan de sí mismos a través de la penitencia, el sufrimiento, la alegría pasajera, la vida y la muerte, desencadenadas en imágenes religiosas híbridas e incestuosas, insurgentes y contrahegemónicas. Autobiográficas, afectivas y violentas, perturbadoras y extremadamente complejas, enuncian las contradicciones de las culturas latinoamericanas y sus distancias respecto de la modernidad. Simbólicas y dramáticas, son siempre políticas. En Impius las imágenes revelan una verdad divina, donde el castigo y la recompensa se transmutan e intercambian sin dilaciones. Impius pone de manifiesto al sujeto revolucionario de la contracultura, a la energía anarquista de la cultura popular, a las imágenes votivas orgánicas y vulgares que revelan todas ellas la crisis del modelo. Desde el uso del ambrotipo que suspende la imagen (suspensión simbólica de la memoria), hasta la latencia de la denuncia en una nueva política de la representación, lo ilícito y lo abyecto en Toro-Goya se conjugan con el desasosiego, el goce, la necesidad de enfrentar el horror, la lucha abierta o subterránea que caracteriza nuestra historia y que reclaman la posibilidad reparatoria de las múltiples memorias traumáticas. En la capacidad de mediación de la imagen, encuentra el sentido de agenciamiento de la crisis y de las solidaridades orgánicas y naturales, propias de las políticas de los de abajo, emancipadoras, autónomas y siempre al margen.
Gloria Cortés